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Nº 155-156 Setiembre-Octubre 2004

Debate sobre la biotecnología.

La economía por encima de la libertad científica.

por Mark Dowie

La investigación personal de cuatro biólogos de Europa y América del Norte podría representar una amenaza económica a la industria de la biotecnología, que ha reaccionado atacándolos al punto de poner en riesgo sus puestos de trabajo. Por otro lado, académicos e instituciones supuestamente independientes que alguna vez defendieron la libertad científica, los han abandonado. En una reciente conversación pública en el campus de Berkeley de la Universidad de California, a la que asistieron 500 personas y que llegó a otras 4.000 más en todo el mundo a través de Internet, los científicos Arpad Pusztai, John Losey, Ignacio Chapela y Tyrone Hayes compartieron sus experiencias y juntos exploraron las formas de impedir que otros colegas sufran una suerte similar.

Cuatro biólogos de Europa y América del Norte se encontraron personalmente por primera vez en la Universidad de California, en el campus de la sede Berkeley, en diciembre de 2003. Si bien ninguno de ellos es particularmente famoso como científico –ninguno es premio Nobel- cada uno conoce los nombres y el trabajo de los demás como si hubieran estado trabajando juntos durante 10 años en el mismo laboratorio. Tienen en común que todos están sufriendo una dolorosa experiencia.
Entre 1999 y 2001, cada uno por su lado y sin que los otros lo supieran, hicieron un descubrimiento radical que puso en tela de juicio el dogma de la poderosa industria –la biotecnología- que para ese entonces se había convertido en la sirvienta de la agricultura industrial y la querida de los inversionistas de riesgo, los cuales todavía tienen la esperanza de haber invertido sus más recientes billones en “lo máximo”.
Si alguno de los experimentos de esos cuatro científicos es replicado y demuestra así su validez, el brazo agrícola de la biotecnología –ya en problemas- estará verdaderamente en una situación dramática. Nadie lo sabe mejor que Monsanto, Syngenta y otras empresas biotecnológicas que han atacado tan agresivamente los cuatro descubrimientos en cuestión.
Cuando era el científico principal del Instituto Rowett en Aberdeen, Escocia, el ciudadano húngaro Arpad Pusztai realizó uno de los pocos experimentos que han investigado la seguridad de los alimentos manipulados genéticamente en animales o humanos. Pusztai alimentó roedores con papas modificadas por transgénesis. Casi inmediatamente, las ratas acusaron alteraciones en tejidos y el sistema inmunológico.
Después de haber comunicado los resultados, sometidos posteriormente a evaluación inter pares y publicados en la destacada publicación médica del Reino Unido The Lancet, alguien entró a la casa de Pusztai y sustrajo los archivos de su investigación. Poco después, fue despedido de su trabajo en Rowett y desde entonces ha sufrido una orquestada campaña internacional de descrédito, en la cual desempeñó un activo papel el primer ministro Tony Blair.
Mientras Pusztai luchaba por su vida profesional, John Losey, profesor de la Universidad de Cornell, espolvoreaba pacientemente polen de maíz transgénico en hojas de algodoncillo (asclepiadáceas). Cuando las larvas de la mariposa monarca que se habían alimentado de esas hojas murieron en cantidades importantes -mientras que un grupo de control alimentado con polen no transgénico sobrevivió-, Losey no se sorprendió. El nuevo gen incorporado al genoma de la mariposa había sido insertado en el maíz para producir un plaguicida interno, el Bacillus thuringiensis (Bt), con la finalidad de atacar y matar al barrenador del maíz y a algunas polillas particularmente perjudiciales.
Lo que sí sorprendió a Losey fue el ataque vehemente a su estudio por parte de Novartis y Monsanto, los intentos flagrantes por desacreditar su trabajo y el grado de apoyo que esas acciones recibieron de los medios de difusión.
Por su parte, Ignacio Chapela, un ecólogo microbiano del departamento de fitología de la sede Berkeley de la Universidad de California, descubrió en el año 2000 que el polen de un campo de maíz modificado genéticamente del estado mexicano de Chiapas había volado varias millas hasta llegar a las remotas montañas de Oaxaca, depositándose en la última reserva de diversidad del maíz del mundo. Si los genes del polen viajero realmente penetraron el ADN de los cultivos tradicionales, en potencia podrían eliminar la diversidad biológica del maíz para siempre. En su informe, Chapela declaró prudentemente que esto realmente podría haber ocurrido. Manifestó esa opinión en un estudio de evaluación inter pares publicado por la revista Nature en noviembre de 2001.
Después de una agresiva campaña de relaciones públicas montada para Monsanto por el Grupo Bivings -una empresa mundial que comenzó con un malintencionado ataque por correo electrónico orquestado por dos “científicos” que resultaron ser ficticios- los editores de Nature hicieron algo que nunca habían hecho en sus 133 años de existencia: se retractaron parcialmente de haber publicado el estudio de Chapela. En gran medida a raíz de eso, le negaron a Chapela su puesto en la sede Berkeley. Chapela informó que no volverían a ofrecerle su cátedra.
Cuando Tyrone Hayes, endocrinólogo de la sede Berkeley de la Universidad de California, especializado en desarrollo anfibio, expuso en su laboratorio a ranas (jóvenes) a dosis muy pequeñas del herbicida Atrazina, en primer lugar sus laringes no se desarrollaron normalmente y luego acusaron problemas reproductivos graves (los machos se hicieron hermafroditas), lo que indica que la Atrazina podría ser un disruptor endócrino.
La experiencia de Hayes difiere un poco de la de sus colegas, pero no fue menos difícil. Tan pronto como los hallazgos de Hayes llegaron a oídos de Syngenta Corp. (ex Novartis) y su contratista, Ecorisk Inc., hubo intentos de detener su investigación y no obtuvo más fondos. Fue una época complicada, ya que el Organismo de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) no estaba dispuesto a tomar una resolución final sobre la Atrazina. Las ranas hermafroditas no ayudarían a la causa de Syngenta.
Hayes continuó la investigación con sus propios fondos y obtuvo más de los mismos resultados, por lo cual Syngenta le ofreció dos millones de dólares para que continuara su investigación “en un entorno privado”. Hayes, un docente comprometido con un laboratorio lleno de estudiantes leales, rechazó el ofrecimiento y continuó con la investigación que sabía debía permanecer en el dominio público.
Esta vez encontró efectos perjudiciales para el desarrollo en niveles aún más bajos de Atrazina (0,1 partes por mil millones). Cuando su trabajo apareció en la prestigiosa publicación de la Academia Nacional de Ciencias (Proceedings of the National Academy of Sciences), Syngenta atacó el estudio y adujo que otros tres laboratorios que había contratado no habían podido duplicar los resultados de Hayes.
Hayes, quien resiste en el campus de la sede Berkeley, ha logrado seguir enseñando. Pero sus estudios, que podrían afectar la aprobación de los productos químicos más ampliamente utilizados en la agricultura de Estados Unidos, son silenciados a cada paso.
En una reciente conversación pública en el campus de Berkeley a la que asistieron 500 personas y que llegó a otras 4.000 más en todo el mundo a través de Internet, Pusztai, Losey, Hayes y Chapela compartieron sus experiencias y juntos exploraron las formas de impedir que otros colegas sufran una suerte similar. Sus historias sirven para observar una tendencia preocupante de la ciencia moderna.
Ninguno de los cuatro se quejó de que hubieran cuestionado sus procedimientos científicos, si bien en cada caso sí se hizo. Toda la ciencia está y debería estar cuestionada. Nadie lo sabe mejor que un científico investigador, quien también sabe que si su posición depende de tener antecedentes experimentales perfectos, habría muy pocos científicos ocupando cargos en todo el mundo.
Los cuatro hombres no fueron atacados por errores o imperfecciones en sus experimentos sino porque los resultados de sus trabajos podrían llegar a tener efectos económicos. La parte triste de esto es que los círculos académicos y otras instituciones supuestamente independientes que alguna vez defendieron la libertad científica y protegieron a empleados como Hayes, Chapela, Losey y Pusztai, los están abandonando a los lobos del comercio, cuyas marcas lucen ahora grabadas a la entrada de un número preocupante de laboratorios universitarios.

---------- Mark Dowie fue editor de la revista Mother Jones y escribió American Foundations: an Investigative History and Losing Ground: American Environmentalism at the End of the 20th Century.

------------- Este artículo fue publicado en Global Pesticide Campaigner (Vol. 14, No. 1, Abril de 2004).






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