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Tema de tapa


Nº 162 Octubre - Diciembre 2005

Mucho ruido y pocas nueces

El G-8 y África

por Charles Abugre

En medio de gran fanfarria, los líderes del G-8 se reunieron del 6 al 8 de julio en Gleneagles, Escocia, con el objetivo declarado de aliviar la pobreza en África. Pero difícilmente la cumbre pueda considerarse un éxito, porque lejos de producir avances significativos en materia de deuda, comercio y ayuda al desarrollo para el continente más pobre del mundo, sus resultados generarán más décadas de dependencia y mendicidad.

La última cumbre del Grupo de los Ocho (G-8), anunciada como un último recurso para salvar a África de sí misma y de la pobreza, fue un espectáculo nunca visto. El G-8 está integrado por los siete países más industrializados del mundo (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón) y Rusia, a los que podríamos agregar el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea.
El festival mundial de rock organizado por Bob Geldof para la campaña “Hagamos de la Pobreza Historia” tuvo al menos algo de humanidad incorporada, dicen algunos. En siete lugares del mundo se pudo escuchar música explosiva y ver, intercaladas, imágenes africanas de miseria y desolación. El propio secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, se hizo presente.
Mientras, en Edimburgo, un cuarto de millón de personas marcharon en la mayor manifestación jamás vista en “el país pequeño más bello del mundo”, o sea Escocia. Fue una protesta extraña, porque los gobernantes se identificaron con ella y algunos incluso portaban pancartas con reclamos dirigidos a sí mismos. Miles de activistas llenaron las iglesias y muy pocos se enfrentaron con la policía, que en algunos casos actuó con brutalidad. Ésta fue la puesta en escena del acontecimiento principal, es decir la reunión de los líderes de los países del G-8.
El Hotel Gleneagles, lugar de reunión de los gobernantes del mundo, está en medio de la nada, de acuerdo con la tendencia de los últimos años en materia de sitios para las cumbres del G-8. El hotel, frecuentado por golfistas millonarios, está rodeado de colinas y campos verdes. Llegar desde el centro poblado más cercano hasta allí lleva entre una y dos horas, siempre que se sepa cómo llegar, atravesando valles y montañas por estrechos caminos. Los jefes de Estado y gobierno y los millonarios llegan en helicóptero.
La sede fue acordonada por más de diez mil policías y, según versiones, hubo hasta dos mil infantes de marina y miembros de las fuerzas especiales de Estados Unidos, armados a guerra. Mientras, numerosos helicópteros Chinook surcaban el cielo, tratando de intimidar al ejército de 10.000 activistas y a los llamados “anarquistas”, decididos a arruinar la fiesta o al menos a obtener parte de la atención de la prensa.

¿Un buen comienzo?

El comunicado final fue emitido tras dos días y medio de discusiones organizadas según una jerarquía que recordaba la estructura de poder del apartheid: primero se reunieron los hombres blancos; después incorporaron a representantes “de color” del Grupo de los Cinco (Brasil, Sudáfrica, México, India y China) y, finalmente, los negros tuvieron su turno (siete mandatarios africanos encabezados por el presidente de la Unión Africana, general Olusegun Obasanjo).
Horas antes, las estrellas de rock que “negociaron” en representación de los pobres de África habían anunciado a la prensa internacional que, aunque lo ofrecido por el G-8 no haría historia la pobreza, salvaría millones de vidas africanas, por lo tanto había que prepararse para celebrar. Entonces, el primer ministro británico Tony Blair anunció a una sombría muchedumbre -ensombrecida tanto por la decepción como por los atentados que habían matado a decenas de personas inocentes en Londres, el 7 de julio- que el comunicado del G-8 representaba un gran progreso, “un muy buen comienzo” para hacer historia la pobreza, aunque reconoció que los resultados no complacerían a todo el mundo.
Cuando el documento oficial se conoció públicamente, los activistas reunidos en Escocia reaccionaron con duras críticas. La reacción oficial de la coalición “Hagamos de la Pobreza Historia” fue la siguiente: “Hoy, el G-8 eligió no hacer todo aquello que los activistas consideran necesario para liberar a las personas atrapadas en la pobreza. Se han tomado medidas importantes, que crearán esperanza para millones. Pero se necesita más acción con urgencia a fin de producir un cambio real para los más pobres del mundo y sepultar la extrema pobreza en los libros de historia”.
Oxfam/Gran Bretaña declaró: “El G-8 reconoció hoy que éste es el comienzo, no el fin, de sus esfuerzos por superar la pobreza. Los países más ricos del mundo produjeron un bien venido progreso para los más pobres del planeta, pero el resultado aquí en Gleneagles defraudó las expectativas de millones de activistas de todo el mundo que hacían campaña por un avance decisivo”.
Otros fueron más directos en su condena al acuerdo. Christian Aid lo llamó “un resultado muy decepcionante que no hará historia la pobreza”, y agregó que “millones de activistas de todo el mundo fueron llevados al pico de la montaña para ver el panorama, y ahora deben descender otra vez”. El comunicado de prensa de Action Aid cita la siguiente declaración de Caroline Sande Mukulira, del programa de esa organización para África austral: “Lo que África necesitaba del G-8 era un gigantesco salto adelante, y lo que obtuvo fueron pequeños pasos. El acuerdo anunciado no satisface nuestras demandas. Obtuvimos cierta ayuda, pero no suficiente, cierto alivio de la deuda, pero no suficiente, y casi nada en materia de comercio. Una vez más, los africanos han sido defraudados”. Según Yasin Fall, de la Iniciativa de Mujeres Africanas para el Milenio, el comunicado del G-8 es “un testimonio de la determinación de los países ricos de Occidente de mantener a África subyugada por la deuda y las normas comerciales injustas”.
Entonces, ¿qué es lo que el G-8 ofreció y en qué medida representa “un muy buen comienzo”? La coalición “Hagamos de la Pobreza Historia” exigió acción en tres áreas: más y mejor cooperación para el desarrollo, cancelación de la deuda para todos los países pobres que lo precisaran para reducir la pobreza y dos reformas comerciales fundamentales: dejar de verter productos subsidiados en mercados de países en desarrollo y dejar de obligar a éstos a abrir sus mercados mediante la Organización Mundial de Comercio (OMC) y las condiciones de la ayuda y el alivio de la deuda.
El comunicado contiene muchas palabras reconfortantes. Habla de trabajar en asociación y no a través de condiciones, de ayudar a África a prevenir conflictos, a rehabilitar sus economías en la posguerra y a contener la proliferación de armas pequeñas, de apoyar el Mecanismo Africano de Revisión por Pares para promover un mejor gobierno, de trabajar “vigorosamente” para ratificar la convención anticorrupción de la ONU, que ninguno de los miembros del G-8 ha firmado -aunque sin embargo se sienten con autoridad moral para condenar a otros-, de fortalecer sus leyes para desalentar a sus empresas de cometer soborno y trabajar por la recuperación y repatriación desde el Norte de bienes africanos robados, y convertir los problemas de desarrollo de África en una cuestión de largo plazo.
Nada nuevo hasta aquí. Se trata de una mera repetición del informe Blair-Brown de la Comisión sobre África, publicado en marzo. Los compromisos concretos se realizaron en materia de ayuda y deuda.

Ayuda para el desarrollo

Este rubro es el que hace agua la boca de los gobiernos africanos y el que registró el mayor éxito en la cumbre. El G-8 prometió aumentar su ayuda en 48.000 millones de dólares para todos los países en desarrollo en cinco años, de los cuales 25.000 millones se destinarían a África. Esto parece ser una respuesta parcial a la recomendación de la Comisión sobre África, que pidió incrementar la ayuda a ese continente en 25.000 millones de dólares al año hasta 2010, y agregarle después de ese año otros 25.000 millones antes de 2015. En contraste, el informe de Jeffrey Sachs sobre el Proyecto del Milenio pedía aumentar la ayuda al menos en 85.000 millones de dólares en 2006, y en 60.000 millones adicionales antes de 2015. El informe destacaba la necesidad de “carga frontal” y de fondos frescos.
Aunque la promesa de 48.000 millones de dólares hizo bailar a algunas agencias de cooperación y brillar los ojos de gobernantes africanos, no llega a satisfacer las expectativas, no tiene “carga frontal” ni es lo que parece ser. En primer lugar, gran parte de esa suma no consiste en nuevos fondos. “Hagamos de la Pobreza Historia” calcula que sólo 20.000 millones de dólares serán fondos nuevos, si llegan a entregarse. También es probable que gran parte de ese dinero se tome de futuros presupuestos de ayuda, y no de nuevas contribuciones.
Además, una cosa es prometer y otra cumplir. Los antecedentes en materia de ayuda son decepcionantes. Basta recordar la Cuenta del Desafío del Milenio anunciada por Estados Unidos en 2002 para apoyar el desarrollo de África con 5.000 millones de dólares. Tres años después, ese país sólo entregó 17 millones de dólares a Madagascar, extrañamente en apoyo de la privatización de tierras y de la introducción de un sistema de cuentas corrientes en los bancos. Paul Applegarth, el hombre designado por el presidente George W. Bush para administrar la Cuenta, recientemente renunció por frustración y, según dicen, ineficiencia.
Asimismo, la iniciativa mejorada de alivio de la deuda para los Países Pobres Muy Endeudados (HIPC) prometió en 1999 un paquete de alivio de la deuda de 100.000 millones de dólares para todos los países que entraran en esa categoría y fueran elegibles. Seis años más tarde se entregaron 40.000 millones de dólares menos que esa cifra, y el régimen de HIPC no ha dado buenos frutos. El presidente Bush puede hacer promesas, pero no tiene el poder para cumplirlas. Es el Congreso el que tiene ese poder, pero está dominado por neoconservadores enemigos de la ayuda al exterior.
¿A qué se destinará la ayuda prometida y bajo qué condiciones se entregará? La novedad es que no se sujetaría a condiciones, salvo la de buen gobierno o “gobernanza”. La cuestión es el significado que se asigne a ese concepto. ¿Qué tipo de gobierno es bueno, y para quién? Existe coincidencia sobre que un buen gobierno es democrático y libre de corrupción. Pero las instituciones financieras internacionales hablan de algo más que de probidad y democracia: utilizan el concepto para definir una orientación económica específica. En los últimos veinte años vendieron la idea de que un buen gobierno es aquel que crea un ambiente propicio para el comercio y no se involucra directamente en los servicios públicos (por ejemplo salud, educación, agua y saneamiento) ni en el sector productivo, es decir que no invierte en la industria, la agricultura ni la generación de empleo.
Fue esta idea la que impulsó las políticas que desmantelaron la capacidad estatal de ofrecer servicios de salud y educación y condujeron al cobro de derechos de usuario por esos servicios, así como a la proliferación de instituciones médicas y educativas privadas que sirven a una pequeña clase media. Según esa visión, el buen gobierno significa también una profunda liberalización, incluso del comercio, además de la privatización de empresas públicas y la desregulación de empresas extranjeras. Para Estados Unidos, el buen gobierno es el que ofrece un clima de inversión que reduce o elimina los impuestos para sus empresas, retira todas las barreras a la transferencia de capital al extranjero y desmantela toda protección a los trabajadores, es decir que otorga a las empresas el derecho a contratar, despedir y pagar salarios sin ninguna traba. El buen gobierno es, entonces, un eufemismo que alude a un nuevo orden político y económico neoliberal.
Además de la condición de buen gobierno, el acuerdo del G-8 consolidó la autoridad del FMI y el Banco Mundial sobre la elaboración de políticas de los supuestos beneficiarios de la ayuda y el alivio de la deuda. El paquete de alivio de la deuda es explícito en este sentido: recompensa a aquellos gobiernos que obedecieron debidamente al FMI -a expensas de la población- y espera que otros posibles beneficiarios cumplan plenamente sus obligaciones con el organismo multilateral. Así, las instituciones culpables de la ruina de África -junto con empresas multinacionales y gobiernos africanos- no sólo eludieron toda responsabilidad sino que fueron confirmadas en su trono. El acuerdo sumió a África en otra década de dominio del FMI y el Banco Mundial, lo que significa mayor liberalización forzada y ajuste estructural.
Además, Estados Unidos fue muy claro sobre las precondiciones para acceder a la Cuenta del Desafío del Milenio, principalmente en materia de apertura de mercados y protección para las empresas estadounidenses. Ghana satisfizo los requisitos para acceder a esa Cuenta no sólo por sus cualidades democráticas, sino porque se adhirió al régimen de propiedad intelectual que privilegia el lucro de los grandes laboratorios sobre la vida humana, lo que le valió elogios del Departamento de Estado de Estados Unidos. La evaluación realizada por el Departamento de Estado también alabó las leyes de inversión de Ghana por debilitar a los sindicatos, eliminar restricciones a la transferencia de capital al exterior por firmas extranjeras y desregular la actividad de éstas.

¿Más perjuicio que beneficio?

Aún suponiendo que las promesas de ayuda se cumplirán sin condiciones, ¿es bueno que los países pobres obtengan más ayuda? El Informe sobre el Proyecto del Milenio y la Comisión sobre África insisten en los efectos positivos de la ayuda para el desarrollo. Sin embargo, ésta ofrece buenos resultados sólo si se dirige a mejorar la infraestructura física y social y a construir las instituciones de gobierno. La ayuda puede aliviar la pobreza si se destina a proveer servicios públicos esenciales, ampliar el gasto gubernamental y aumentar el crecimiento económico. Aunque la relación entre la ayuda y el crecimiento no está demasiado clara, la expansión del acceso a servicios de salud, educación, agua potable y otros tiene un impacto positivo directo sobre la reducción de la pobreza. La ayuda ofrecida de manera humanitaria puede salvar vidas y ayudar a comunidades vulnerables a recuperarse de crisis y fortalecer sus medios de sustento.
Pero otros tipos de ayuda pueden causar más perjuicio que beneficio. Un reciente informe del FMI sostuvo que la ayuda puede reducir el crecimiento si distorsiona los salarios y los tipos de cambio, lo que a su vez reduce la competitividad. Algunos afirman que todo es cuestión de cantidad. Si la ayuda supera quince por ciento del producto interno bruto (PIB), puede ser perjudicial porque ejerce una presión negativa sobre la capacidad de absorción.
También existe una explicación política para los perjuicios de la dependencia de la ayuda. Los niveles altos de ayuda tienden a asociarse con la corrupción y el mal funcionamiento de la burocracia. Asimismo, concentran la responsabilidad de los acuerdos sobre ayuda en la burocracia y la elite política, desplazando a grupos de ciudadanos, y tienden a fortalecer las facultades del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo, debilitando así controles esenciales de un sistema democrático. Sobre todo, la ayuda lleva consigo una serie de ideas con acceso privilegiado para el Poder Ejecutivo, lo que crea de hecho un monopolio de ideas transmitidas por el sistema de cooperación. El poder inherente de este régimen se denomina poder discursivo, en contraste con el poder directamente coercitivo ejercido a través de la condicionalidad.
Básicamente, la ayuda debilita el pensamiento autónomo y la confianza en las ideas nacionales y las fuentes nacionales de financiación para el desarrollo. Es por esta razón que en toda África hay gobiernos más neoliberales que Friedrich von Hayek (el padre del neoliberalismo), que repiten el discurso del FMI y el Banco Mundial y venden los intereses de sus ciudadanos. La ayuda para el desarrollo destruye la democracia aún más cuando la continuidad de los gobernantes en el poder depende de la recepción de fondos cruciales para comprar apoyo político. La ayuda y la independencia se mueven en direcciones opuestas.

Deuda

Los miembros del G-8 recomendaron a las reuniones anuales del FMI y el Banco Mundial cancelar la deuda que dieciocho países pobres, catorce de ellos africanos, mantienen con ellos, así como la deuda con el Banco Africano de Desarrollo. Ese número podría aumentar a treinta y dos si los restantes países cumplen condiciones típicas del FMI en el marco de la iniciativa HIPC. Esto significa de hecho una extensión de ese programa, pero esta vez con la cancelación del capital principal, no sólo de los intereses. Sin embargo, esa cancelación no es inmediata. La cifra de 40.000 millones de dólares es en términos nominales y sólo se concretará a lo largo de cuarenta años. En valores netos y actuales equivale a apenas 17.000 millones de dólares.
Los ghaneses tienen la impresión de que todas sus deudas fueron canceladas de una vez y, por lo tanto, su país ha despertado a una nueva vida libre de deudas. En realidad es todo lo contrario. Ghana deberá cumplir compromisos con el FMI por otros cuarenta años, y sólo entonces desaparecerá su antigua deuda. Sin embargo, para entonces habrá generado otra nueva.
El acuerdo de la deuda es entonces una gran decepción. “Hagamos de la Pobreza Historia” había solicitado la cancelación de la deuda de un mínimo de sesenta y dos países que la precisan para reavivar sus economías y reducir la pobreza. En contraste, la oferta del G-8 sólo es válida para un pequeño número de países, pero se ha creado la impresión de que se cancelará el cien por ciento de su deuda, aunque el acuerdo excluye la deuda del sector privado y la contraída con otras instituciones multilaterales como el Banco Árabe de Desarrollo y el Banco de Desarrollo del Caribe.
También cabe señalar que el alivio de la deuda será a expensas de una proporción de la ayuda oficial para el desarrollo. Tampoco está claro de qué modo el FMI financiará su cancelación de la deuda. Y la escala de la reducción de la deuda del Banco Mundial dependerá del grado de compromiso de los donantes. En cuanto al FMI, los activistas quedaron muy decepcionados porque no venderá sus subvaluadas y ociosas reservas de oro, sino que financiará su cancelación con contribuciones de donantes y un acuerdo de venta y recompra de 1999.
Esto contrasta radicalmente con la cancelación incondicional e inmediata de 30.000 millones de dólares de la deuda de Irak en 2004. Ese tipo de cancelación es lo que había reclamado la Unión Africana. Aunque no obtuvo nada parecido, su presidente Obasanjo -también presidente de Nigeria-, declaró en la reunión del G-8 que estaba muy satisfecho con el resultado de Gleneagles y que la cumbre había sido un gran éxito. ¿Se deberá esto a que Nigeria negoció un acuerdo separado? ¿O fue una prueba más de la falta de resolución de los líderes africanos para defender públicamente el mandato colectivo que les otorgó la Unión Africana? Cualquiera que sea el motivo, los africanos bajaron la cabeza en Gleneagles.
Pero esta decepción podría contener la semilla de una resolución más justa del problema de la deuda africana, basada en el desafío y la acción. Después de todo, Nigeria obtuvo un buen acuerdo (pese a sus debilidades) porque la cámara baja del parlamento amenazó a los acreedores del Club de París con repudiar la deuda si no le ofrecían un arreglo aceptable. Y Argentina obtuvo un acuerdo aún mejor porque descontó unilateralmente cerca de setenta por ciento de su deuda.
La tarea de la sociedad civil africana consiste en persuadir a sus ministros de Finanzas de reunir el coraje de los ministros que promovieron el retiro de las negociaciones de la OMC en Seattle, en 1999. Más allá del repudio de la deuda, el verdadero desafío es lograr un derecho internacional que regule la deuda y establezca un proceso de artibraje justo y transparente, destacó el intelectual y activista Samir Amin. Por ahora, sería un grave error regocijarse por las migajas envenenadas que recibieron unos pocos países pobres.

Comercio

No existen objetivos específicos sobre comercio. El G-8 decidió acordar a corto plazo un cronograma para poner fin a los subsidios de exportación. Tony Blair sugirió que eso es posible y que 2010 es el plazo que tenía en mente. También hubo un vago reconocimiento de la necesidad de los países pobres de determinar su propio ritmo de reformas comerciales. Esto puede interpretarse como que el G-8 espera que los países pobres sigan abriendo sus mercados, pero aceptaría una apertura más lenta.
Por el contrario, “Hagamos de la Pobreza Historia” había exigido un reconocimiento explícito de que los países pobres ya abrieron demasiado sus mercados y pueden volver atrás cuando sea necesario. Además, la coalición reclamó el principio de no reciprocidad, por el que los países ricos deberían abrir sus mercados sin exigir gestos recíprocos a los países pobres. Pero el comunicado no estableció nada de esto. Tampoco incluyó ningún reclamo explícito al FMI y al Banco Mundial para poner fin al uso del alivio de la deuda y los créditos como instrumentos para promover la apertura unilateral de mercados. Dada la crisis de producción que afecta a países africanos en particular, la negativa a modificar normas comerciales injustas es la señal más clara de la doble moral que éstas representan.
¿Por qué, en todo caso, deberíamos esperar que los líderes de economías cuyo éxito está ligado al saqueo y la injusticia (histórica y actualmente) tomen decisiones contrarias a sus intereses fundamentales? ¿Es posible que hayamos subestimado el poder y la influencia de las grandes empresas que moldean la agenda de los gobiernos, o sobrestimado el poder de las organizaciones humanitarias sobre esos intereses? ¿Acaso Seattle y Doha no nos enseñaron que las perspectivas de cambio real están en manos de los pobres (pueblos y gobiernos), que resisten con resolución y defienden con firmeza sus intereses? Hay muchas grandes preguntas a la espera de grandes respuestas. La cumbre del G-8 no fue ningún éxito. Sólo ofreció otro cebo que podría llevarnos a más décadas de dependencia y mendicidad. ¿Dónde están los líderes con visión y sustancia?

-------------- Charles Abugre es jefe de política y campaña de Christian Aid y fue activista del desarrollo en Ghana y otros países de África y Asia.
Este artículo fue publicado por primera vez en Pambazuka News Nº 215, 14 de julio de 2005, un boletín electrónico sobre justicia social en África.






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