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La irresistible ascensión de la izquierda uruguaya.

por Carlos Abin

Al cabo de un itinerario breve –medido en tiempos históricos- la coalición de izquierda Frente Amplio alcanzó una contundente victoria en las elecciones nacionales del 31 de octubre en Uruguay.



El proceso social y político en Uruguay es altamente ilustrativo y poco común. A fines de los años 50 comenzaron a hacerse evidentes los signos de agotamiento del modelo económico de sustitución de importaciones, común a varios países de la región, cuyos efectos sociales estallaron aquí y allá en la pacífica sociedad uruguaya, cobijada y protegida por un imponente aparato estatal creado en las primeras décadas del siglo XX. En 1965 se reúne el Congreso del Pueblo, convocado e integrado por un amplio abanico de organizaciones, con un fuerte protagonismo a cargo de los sindicatos. De esas deliberaciones emergió un programa de respuestas a la crisis que configuraría una primera gran aproximación a la convergencia programática de las fuerzas populares.

Al año siguiente se creaba la Convención Nacional de Trabajadores, central sindical única y unitaria que abarcaba la totalidad de las organizaciones sindicales existentes. Estas experiencias de unificación programática y sindical son inocultablemente el escalón previo a la construcción de la unidad política. Ya en 1962 el Partido Comunista había ampliado su espacio político con la constitución del Frente Izquierda de Liberación, y el Partido Socialista había hecho lo propio a través de la Unión Popular, frente electoral al que se había sumado un primer desprendimiento de uno de los partidos tradicionales, el de Enrique Erro.

El llamamiento de octubre de 1970 a la conformación de un “Frente Amplio” fue acompañado por numerosas figuras de la izquierda uruguaya que al cabo de un proceso de intensas negociaciones logró reunir bajo una misma bandera a socialistas, comunistas, democristianos, diversas organizaciones afines al marxismo y el socialismo y –hecho decisivo- nuevos e importantes desgajamientos de los partidos tradicionales, entre los que destaca el de Zelmar Michelini, proveniente del Partido Colorado.

En una demostración de flexibilidad y voluntad asociativa, en buena medida compelidas por la magnitud y profundidad de la crisis del modelo, organizaciones, partidos y grupos de concepciones políticas y filosóficas tan distintas lograron enterrar las diferencias que las habían mantenido alejadas por décadas y agruparse tras un programa común y la candidatura presidencial de un líder incipiente: el general retirado Líber Seregni. Así nació el Frente Amplio, cuya acta de fundación está fechada el 5 de febrero de 1971. El primer acto de masas tuvo lugar en la explanada municipal, en el centro de Montevideo, el 26 de marzo siguiente y convocó una multitud sin precedentes en la historia política del país.

En los meses que siguieron a la fundación, en forma espontánea y previa a cualquier decisión política, los partidarios de la nueva coalición comenzaron a fundar comités de acción territorial (“Comités de Base”) en un despliegue veloz, desconocido e impactante que alcanzó todo el país, con una concentración especial en la capital. Ya desde su nacimiento el Frente Amplio logró desarrollar dos facetas que a la postre constituirían una clave de su expansión: el partido y el movimiento. Este último penetró profundamente en la sociedad e incorporó miles y miles de activistas. Las elecciones de noviembre de 1971 permitieron visualizar la primera manifestación de esta nueva fuerza política que, habiendo logrado algo más del 18 por ciento de los votos, introdujo una cuña en el sistema bipartidista tradicional. El todo resultó esta vez mucho más que la suma de las partes. Mientras permanecieron aislados, los partidos menores o “de ideas” ocuparon un espacio marginal, prácticamente testimonial Los partidos tradicionales acaparaban el 90 por ciento del respaldo popular, un respaldo que ahora comenzaba a trasladarse bajo la nueva bandera, en un impulso que no se detendría jamás.

El golpe militar del 27 de junio de 1973 expresó la exacerbación de las tensiones en el seno de la sociedad uruguaya y la opción antidemocrática que impulsaba un cambio radical: la supresión de los sindicatos, la eliminación política –pero también física- de la izquierda. No logró su objetivo. La heroica huelga general que siguió al golpe se prolongó durante 15 días y marcó el comienzo de una resistencia que sorda, encubierta y perseguida no cejaría en su tarea hasta la derrota del autoritarismo. En las elecciones internas de los partidos políticos de 1982, con las que comenzaba el lento viaje de regreso a la democracia, Seregni -preso de sus antiguos camaradas de armas- logró desde su confinamiento convocar a los frenteamplistas a votar en blanco para expresar la permanencia y la vigencia del Frente Amplio aún en las condiciones más adversas. Sin otra posibilidad de difusión política que el clandestino “boca a boca”, el voto en blanco –que alcanzó cifras significativas e indisimulables- marcó un hito fundamental en la historia de esta nueva fuerza política y reforzó el liderazgo del General. Una afirmación enérgica desde el silencio, la proscripción, la persecución, que habría de transformarse en un punto focal de la resistencia, un elemento fortísimo de identidad, y un paso fundamental para la supervivencia, más allá de la duración del paréntesis autoritario.

Con una resistencia asordinada pero viva que jamás pudieron doblegar, las Fuerzas Armadas, que ya habían sufrido una derrota histórica en el plebiscito de la reforma constitucional que impulsaran en 1980, y fracasaron estrepitosamente en todos sus intentos de “ordenar” el país y encaminar su economía, quedaron arrinconadas. Utilizaron los últimos retazos de poder para pactar una salida política que no contó con el respaldo del Partido Nacional. Proscrito Wilson Ferreira Aldunate –el candidato de este partido- y proscrito también el general Seregni, sucedió lo previsible: el retorno a la democracia en una modalidad “tutelada” y con el reaseguro de un acuerdo secreto de impunidad para los autores de los delitos de lesa humanidad. Julio María Sanguinetti resultó elegido presidente y apareció públicamente como el adalid de la transición, cuando en realidad había sido uno de los artífices y el principal garante de aquel acuerdo inconfesable que prácticamente le aseguraba el acceso a la primera magistratura.

Las elecciones de noviembre de 1984 registraron un leve crecimiento del Frente Amplio que capturó algo más de la quinta parte del electorado. Con su líder inhabilitado y muchos de sus dirigentes emergiendo de las mazmorras de la dictadura, dispersos en el exilio o simplemente eliminados la izquierda cumplió una nueva proeza. Ya era la segunda fuerza en la capital y le faltaron apenas 11.000 votos para conquistar la Intendencia Municipal de Montevideo, ciudad en la que reside prácticamente la mitad de la población del país.

El 22 de diciembre de 1986 fue aprobada la ley de “Caducidad de la pretensión punitiva del Estado” que aseguraba la impunidad a los militares autores de hechos atroces y delitos de lesa humanidad. Un acuerdo entre los dos partidos tradicionales dio lugar a la sanción de la nueva norma que consagraba legislativamente un punto esencial del acuerdo secreto de 1984. La sociedad uruguaya reaccionó con energía, reclamando “verdad y justicia”. Se constituyó una Comisión Nacional para impulsar un referendo derogatorio de la ley. Integraba dicha Comisión un médico oncólogo sin antecedentes políticos conocidos, a quien aguardaba un futuro inimaginable en esos momentos: Tabaré Vázquez. Una intensa movilización a lo largo y ancho del país logró reunir las 600.000 firmas que se requerían para dar lugar al referendo. Este tuvo lugar el 16 de abril de 1989 y, a pesar de obtener un caudal impresionante de votos, no alcanzó los necesarios para lograr el fin propuesto. La ley quedó en pie, pero el pueblo uruguayo había protagonizado una experiencia de democracia directa que sería decisiva para el futuro.

En los comicios de noviembre de 1989 comenzaron a tomar forma los primeros signos de frustración de las grandes expectativas que el retorno a la democracia había ambientado en la sociedad uruguaya. Ganó las elecciones el Partido Nacional y el Frente Amplio –que había sufrido un importante desgajamiento-, logró mantener el electorado y alcanzó por primera vez la Intendencia Municipal de Montevideo. El candidato, Tabaré Vázquez, iniciaba así un camino ascendente que 15 años después lo llevaría a la Presidencia de la República.

A pesar de que los guarismos de la macroeconomía señalaban un sostenido crecimiento, las políticas de cuño neoliberal acentuaban los problemas de la distribución. El desempleo crecía, los servicios estatales se deterioraban progresivamente, la pobreza se expandía y se hacía visible en las calles y los asentamientos. El gobierno “blanco” de Luis Alberto Lacalle obtuvo la aprobación de una ley que habilitaba la privatización de las empresas públicas, siguiendo la línea marcada por los Ajustes Estructurales y las Cartas de Intención, fiel a la concepción emanada del Consenso de Washington. Pero la sociedad uruguaya reaccionó.

La conjunción de esfuerzos de la central sindical y la izquierda política abrieron el camino a un referendo que concitó la adhesión del 72 por ciento de los ciudadanos para derogar la ley. Los partidos tradicionales no lo sabían, pero la utilización de los mecanismos de democracia directa para la defensa del patrimonio nacional se constituiría en una de las llaves maestras para permitir a la izquierda saltar las barreras que impedían su desarrollo en el interior de Uruguay. Una nueva conciencia empezaba a aflorar en los rincones más remotos del país, habitualmente vedados para las fuerzas de izquierda y obnubilados por el “temor al comunismo”, hábilmente explotado por los políticos de derecha. Las elecciones de noviembre de 1994 devolvieron el gobierno al Partido Colorado y la presidencia a Sanguinetti. Pero esta vez no sobró nada. El Frente Amplio volvió a crecer y el resultado electoral reveló un empate virtual entre los tres partidos. La izquierda quedó ubicada como segunda fuerza a nivel nacional, retuvo la principal intendencia del país con un margen aún mayor –ahora el candidato era el arquitecto Mariano Arana- y estuvo a unos pocos miles de votos de alcanzar la Presidencia de la República.

A cada intento de privatización –reiterados en el tiempo a pesar del referendo contra la ley de 1992-, la sociedad uruguaya, liderada por los sindicatos y la izquierda en su conjunto, respondía con una nueva acción de democracia directa. Así ocurrió con el intento de privatizar las telecomunicaciones y, ya a fines de 2003, con la ley relativa a Ancap, la empresa refinadora estatal de combustibles. Estos instrumentos –y en particular las campañas correspondientes- facilitaron la penetración del mensaje alternativo. Un despliegue militante perfeccionado y afinado con el correr del tiempo, y las constantes giras de los dirigentes políticos contribuyeron a quebrar los mitos y los temores, disolvieron las reticencias y permitieron un progresivo despliegue de mayor potencia en el interior del país.

El empate virtual de 1994 desató el temor más que realista de los partidos tradicionales que no encontraban la manera de detener el progreso de su adversario común ni de frenar su propio deterioro.

La gente le perdía el miedo a la izquierda, los partidos históricos se desdibujaban en propuestas prácticamente indistinguibles –“la opción entre lo mismo y lo mismo”, al decir de Mario Benedetti- y confraternizaban en gobiernos de coalición o de “entonación nacional” en que aparecían abrazados tras una misma orientación económica. Esa que precisamente agudizaba los problemas sociales, iba aniquilando el aparato productivo del país e intentaba una y otra vez entregar sus mejores bienes al capital extranjero.

Blancos y colorados necesitaban crear nuevos mecanismos para entorpecer el arribo de la izquierda al gobierno. Durante más de un siglo y medio gobernaron el país, la mayor parte del tiempo en régimen de condominio –bien que con preeminencia del Partido Colorado-, se repartieron el Estado y generaron una extensa clientela que luego, en las urnas, devolvía los favores recibidos bajo la forma de votos que aseguraban, más allá de cualquier alternativa, su renovación en el poder. Pero la izquierda crecía de una instancia electoral a otra, en forma visible e incontenible. La lección de 1994 fue rápidamente asimilada y de esa digestión nació la reforma constitucional de 1996. “Inventaron” el balotaje, la segunda vuelta eleccionaria, como una nueva barrera que la izquierda debería franquear para alcanzar el gobierno nacional.

Y en su estreno el artificio dio resultado. Como era esperable, el Frente Amplio –ahora también Encuentro Progresista, lema que albergaba una nueva alianza- volvió a crecer y alcanzó algo más del 40 por ciento de los votos. Si no se hubiera reformado la Constitución, la elección habría sido suya. Pero ahora se interponía el balotaje. Blancos y colorados comparecieron asociados respaldando la candidatura de Jorge Batlle –que individualmente había obtenido apenas 22 por ciento de los sufragios- pues el objetivo era impedir que la izquierda llegara al gobierno. Lo lograron, pero sería la última vez. Una variante del bipartidismo se abría paso aceleradamente. Ahora separadas en el tiempo de las elecciones nacionales, las municipales volvieron a consagrar la victoria de la izquierda en Montevideo, por una mayoría abrumadora de votos. Mariano Arana fue reelecto y comenzó el tercer período consecutivo de gobierno municipal del Frente Amplio en la capital, a esta altura percibido ya como una situación irreversible, aún en un plazo considerable. Así como crecía de manera sostenida en todo el país, el Frente Amplio progresaba sólida y consistentemente en Montevideo, alcanzando guarismos de respaldo popular nunca antes conocidos.

El gobierno de Batlle –con amplia coparticipación del Partido Nacional- resultó particularmente desastroso. El punto más crítico se registró a mediados de 2002, cuando el país estuvo al borde de la quiebra, como resultado combinado de la pésima política económica, la mala administración, la fidelidad irracional a las recetas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y la incidencia de factores externos como la devaluación brasileña de principios de 1999 y la debacle argentina (2000-2001). La vida de los uruguayos –ya difícil entonces- comenzó a transcurrir en un ambiente de calamidad colectiva: la deuda externa creció de manera monstruosa duplicándose en pocas semanas, nuevas olas de emigración continuaron destejiendo la trama social e hiriendo el alma de las familias, la pobreza alcanzó a nuevas capas de la población, el hambre y la proliferación de niños en situación de calle pasaron a formar parte del horizonte diario de la población.

Creció la inseguridad y se expandieron los delitos contra la propiedad, el Estado dejó de pagar sus cuentas o postergó indefinidamente el pago a sus proveedores. Varios bancos quebraron -con la “cooperación” de sus propietarios que terminaron presos o fugados-, cientos de ahorristas perdieron su dinero y aún el otrora emblemático Banco de la República debió programar la devolución de los depósitos al cabo de una sucesión de corridas bancarias que pusieron al filo del abismo al sistema financiero, mimado por las administraciones blancas y coloradas, y continuamente favorecido por sus políticas.

Esta vez Tabaré Vázquez recorrió “pueblo a pueblo” seis veces el territorio nacional. Vencidas ya todas las barreras, la izquierda logró una penetración capilar en el interior del país al tiempo que seguía afirmándose en la capital, a caballo de tres administraciones municipales sucesivas de carácter exitoso. La gestión de Mariano Arana alcanzó 65 por ciento de simpatía popular. Durante casi tres años, cientos de expertos y técnicos trabajaron en el programa de gobierno que habría de proponerse a la ciudadanía para las elecciones nacionales del 31 de octubre de 2004. Un nuevo acuerdo político permitió el retorno del Nuevo Espacio a la coalición que ahora se denominaba “Frente Amplio–Encuentro Progresista–Nueva Mayoría”. Una campaña cuidadosamente diseñada e impecablemente ejecutada –la izquierda uruguaya sabe aprender de sus errores y conoce ya demasiado bien las mañas de sus adversarios- allanó el camino hacia la victoria. Esta vez, el crecimiento del electorado frenteamplista volvió a ser impactante: del 40 por ciento de 1999 pasó al 50,45 por ciento, eludiendo limpiamente las trampas y los riesgos de un eventual balotaje al superar la mayoría absoluta de votantes.

Nunca un candidato presidencial había alcanzado tal respaldo en Uruguay. Como en la misma oportunidad se elige la totalidad de diputados y senadores, la izquierda se aseguró, además, la mayoría parlamentaria: 17 senadores en 31 y 52 diputados en 99.

La gran aspiración de cambio que alienta en la sociedad uruguaya tiene fundamentos para mantenerse esperanzada.

Un nuevo clima espiritual comenzó a manifestarse en Uruguay, haciéndose notorio y evidente en la semana previa a los comicios.

La gente “sentía” que la victoria iba a llegar y se lanzó a las calles entusiasmada, espontánea, tumultuosa. Por primera vez en mucho tiempo las sonrisas regresaron a las calles de las ciudades, villas y pueblos de la pequeña república sureña. Eran sonrisas bajo banderas: bandera rojas, azules y blancas desplegadas al viento en las manos de niños, adolescentes, mujeres y hombres maduros y ancianos, banderas flameando en las ventanas y balcones de casas y edificios, banderas alborotándose en automóviles, bicicletas, motos y aún los “carritos” de los hurgadores de basura. Las caravanas de vehículos revolucionaron a todas las ciudades a lo largo y ancho del país. En Montevideo, la que tuvo lugar el 23 de octubre alcanzó una extensión incalculable, replicada en las veredas y esquinas por miles de partidarios que saludaban su paso: más y más banderas. El acto final del Frente Amplio –el 27 de octubre, también en Montevideo- alcanzó proporciones asombrosas y se constituyó en la mayor reunión pública de la historia del país. Un bosque de banderas abrigó a una multitud que presentía la victoria y continuaba celebrándola con anticipación. La movilización frenteamplista ganó nuevamente las calles de las ciudades y las rutas del país el día de las elecciones. La votación se desarrolló con normalidad, sin incidentes significativos. Hacia el final de la tarde, lentamente las multitudes embanderadas convergieron hacia el centro de Montevideo y de las distintas ciudades del interior, la gente se abrazó en un festejo que se prolongó hasta la madrugada. En la capital, el momento culminante se vivió en dos tiempos: Tabaré Vázquez hizo su aparición en el balcón del Hotel Presidente, su centro de operaciones, ante el delirio de la multitud. Embargado por la emoción, apenas pudo decir “¡Festejen uruguayos, festejen! ¡La victoria es de ustedes! Luego entró por un momento y regresó acompañado por Lilí Lerena, viuda de Líber Seregni, fallecido tres meses atrás. Las lágrimas ahora empapaban las banderas, mientras en la calle los frenteamplistas rendían tributo a su conductor histórico: ¡Se siente... se siente... Seregni está presente!

El MLN-Tupamaros, la organización guerrillera urbana de los años 60 reconvertida en sector político del Frente Amplio, alcanzó en estos comicios la mayoría dentro de la izquierda, a caballo de la personalidad carismática de su líder, José “Pepe” Mujica, duplicando casi por sí solo la votación total del Partido Colorado. No es un hecho menor y conlleva un potencial simbólico mayúsculo. El “viejo” Uruguay parece clausurarse y se abre ciertamente un tiempo nuevo. Un tiempo de esperanza y construcción, un tiempo de fraternidad regional y latinoamericana, un horizonte alentador y promisorio. Bajo una multitud de banderas desplegadas que se niegan a regresar a sus armarios, Uruguay se adentra a pie firme en la era de los cambios. (FIN) Red del Tercer Mundo.




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