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   No. 154 - Marzo 2002
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Análisis / Comercio


No. 154 - Marzo 2002

Comercio internacional y agricultura latinoamericana

Temas recurrentes, objetivos olvidados

por Eduardo Gudynas y Gerardo Evia

Los debates sobre el comercio internacional de productos agrícolas y ganaderos son cada vez más complejos. Las resoluciones de la OMC en Doha, y las negociaciones del ALCA, agravan el panorama. Para encontrar las salidas adecuadas es indispensable diferenciar entre instrumentos de protección legítimos y perversos, reconociendo que las medidas ambientales y sociales correctamente aplicadas favorecen a todos, incluso al comercio agrícola.

Las recientes discusiones sobre comercio internacional en América Latina otorgan una enorme importancia a los productos agrícolas y ganaderos. En este contexto, la agropecuaria latinoamericana enfrenta varios desafíos, tanto frente a las negociaciones en marcha en el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), como a las consecuencias de la ronda que la Organización Mundial de Comercio (OMC) lanzó en Qatar. La discusión en lugar de simplificarse, cada vez es más compleja y confusa; unos insisten en viejos temas, mientras corren el riesgo de olvidar compromisos básicos con la calidad de vida y la alimentación.

Sin embargo el debate no ha alcanzado el nivel que merece. Posiblemente eso se debe a que en los últimos años se ha difundido la idea que la economía latinoamericana avanza gracias a las telecomunicaciones, el petróleo o los servicios financieros; publicaciones como la revista América Economía o el periódico Gazeta Mercantil acentúan esa imagen. Pero en realidad es una posición equivocada: el cultivo de la tierra, la cría de ganado y demás actividades rurales, siguen teniendo una gran importancia en nuestro continente. Por un lado, ofrecen el sustento alimentario de millones de personas, generan actividades que involucran directa o indirectamente a más de 120 millones de personas . Por otro lado, siguen siendo importantes desde el punto de vista económico; es del orden del siete por ciento del PIB regional, pero su importancia aumenta cuando se recuerda que nutren a un sector manufacturero y las exportaciones (alcanzando el orden del 20 por ciento).

Nuevos actores bajo nuevas circunstancias

Sin embargo hay que admitir que han tenido lugar muchos cambios en la producción agropecuaria. En primer lugar debe mencionarse la apertura y liberalización del comercio agroalimentario; los gobiernos derrumbaron medidas de protección y alentaron el comercio. En segundo lugar, los gobiernos también abandonaron las políticas de intervención activa en el sector, con sus proyectos de apoyo, subsidios, y asistencias. El propio concepto de "política agropecuaria" desde el Estado fue atacado por economistas tradicionales.

Bajo esas circunstancias no puede sorprender que ocurriera una fuerte transnacionalización agroalimentaria en América Latina, por la cual las empresas extranjeras se convierten en un nuevo actor de relevancia. Entre las 500 empresas más grandes de América Latina, las compañías transnacionales aumentaron su participación del 27 por ciento (en 1990-92) al 43 por ciento (1998-99), según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). El sector de alimentos y bebidas es el segundo en presencia extranjera (11 por ciento de las ventas), por detrás del automovilístico, pero por delante de las telecomunicaciones y el petróleo. Su importancia es todavía mayor si se considera a las empresas de comercialización de alimentos, como Carrefour y Walmart, que también son transnacionales. Este proceso se ha dado tanto por la compra de empresas locales, como por la fusión de compañías. Algunas han sido de enorme importancia; por ejemplo, la adquisición del 100 por ciento del paquete accionario de Arisco (Brasil) por Bestfood (Estados Unidos), por un 752 millones de dólares, fue la compra más importante para todo el sector manufacturero.

De esta manera, los márgenes de acción de los gobiernos están muy acotados, tanto por sus propias posturas de no intervenir, por la carencia de recursos para hacerlo, como por las posiciones que asumen las empresas extranjeras. Hasta ahora las negociaciones comerciales internacionales, especialmente en el marco de la OMC, acentúan todavía más esa tendencia, ya que cualquier intervención estatal podría ser acusada de distorsión sobre el libre comercio.

La producción agropecuaria ha acentuado su perfil exportador, desencadenando que cultivos destinados a la alimentación dentro de cada país perdieran importancia, y aumentaran los rubros de exportación (especialmente oleaginosas, frutas, hortalizas y algunos productos pecuarios). Consecuentemente, todo el sector es cada vez más sensible a los vaivenes del comercio exterior. Los precios internacionales siguen sufriendo amplias fluctuaciones, aunque se mantiene la tendencia a su deterioro, de donde el aumento de las ventas se debe a la continua ampliación de la frontera agropecuaria sobre áreas vírgenes y la intensificación de las zonas ya ocupadas.

También han ocurrido cambios en los actores sociales. Las grandes distancias que antes separaban a un campesino de los Andes del patriciado con sesgo empresarial de las Pampas, se vienen reduciendo en cierto sentido. Es que la crisis agropecuaria ha golpeado duramente a todos, incluyendo a aquellos que en el pasado disfrutaron de éxitos económicos. Propietarios de fincas cafetaleras en América Central, como cultivadores de soja en el oriente boliviano, a los ganaderos argentinos, enfrentan graves problemas de rentabilidad y endeudamiento, y hoy se vislumbran coincidencias en algunos reclamos. Este nuevo reordenamiento de los actores del mundo rural ofrece nuevas oportunidades para estrategias alternativas.

Las circunstancias agropecuarias latinoamericanas también han cambiado, en especial por una diversificación de situaciones. Algunos países son importantes exportadores agropecuarios a nivel mundial, y luchan contra casi todas las medidas de protección o regulación (Argentina, Brasil, Uruguay). Otros son esencialmente importadores, y no ven con malos ojos medidas de salvaguardia para su producción o mercados internos (especialmente Venezuela y Colombia, en alguna medida México). Finalmente, una situación cada vez más común está representada por los que exportan algunos productos, pero deben importar muchos otros (varias países centroamericanos, Bolivia, Perú). A pesar de esta diversidad, la tendencia es preocupante: el continente en su conjunto ha aumentado sus exportaciones agroalimentarias, pero ha incrementado mucho más las importaciones de alimentos; el índice de dependencia alimentaria subió de 5,2 en 1986-88 a 11,5 en 1995-97.

Estas diferentes situaciones explican en parte las diferentes posiciones gubernamentales frente al comercio internacional agropecuario, y varios de los debates nacionales. Es cada vez más común la demanda de medidas de protección desde los grupos rurales más empobrecidos o endeudados, mientras los gobiernos reniegan en nombre de la liberalización de cualquier apoyo. En los últimos meses, este tipo de debate está teniendo lugar por lo menos en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Uruguay. De la misma manera, también existen varias posiciones entre las organizaciones ciudadanas; por ejemplo, en algunos casos se reclaman subsidios para proteger la producción, pero también hay quienes rechazan cualquier subsidio para así luchar contra la competencia europea; algunos quieren mejores regulaciones internacionales y otros las rechazan.

Proteccionismo y subsidios

Buena parte de la discusión actual gira alrededor de los subsidios y protecciones que muchos de los países desarrollados destinan al sostenimiento de la agricultura en sus países. Estos se manifiestan de diversas formas, ya sea como barreras arancelarias, cuotas subsidios a las exportaciones, apoyos internos a la producción y otras formas indirectas como seguros y créditos a las exportaciones. Estas medidas ocasionan graves distorsiones en el comercio internacional de productos agrícolas, vendiéndolos a bajísimo precio en terceros mercados y, por lo tanto, compitiendo deslealmente con la producción latinoamericana, mientras que simultáneamente impiden importaciones. En diferente grados esta situación se observan sobre todo con la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y Japón.

Sea desde una postura u otra, las protecciones y subsidios que realizan los países desarrollados han centrado los debates. Los países ricos gastaron en el 2000, casi mil millones de dólares por día en subsidios (361.000 millones en el año). A pesar de las promesas de reducirlos, en los hechos han aumentado, usualmente apelando a canalizarlos bajo otros rubros. Algunos productos están fuertemente subvencionados; un claro ejemplo son los lácteos, donde la Unión Europea brinda enormes subsidios a las exportaciones. Otros están fuertemente regulados por cuotas o restricciones sanitarias (por ejemplo la carne vacuna). Muchas de estas medidas están justificadas en términos ambientales o sociales (como ocurre con el uso del concepto de "multifuncionalidad" por los gobiernos europeos). Comparando todos los instrumentos disponibles, por ejemplo Argentina no tiene ningún subsidio a la exportación, ni cuotas tarifarias ni salvaguardas especiales; México y Venezuela se encuentran entre los países de la región que más usan esas medidas (por ejemplo, 293 salvaguardas en México, y 76 en Venezuela). Como contracara, la Unión Europea tiene 20 subsidios a la exportación, 87 cuotas tarifarias, y 539 salvaguardias especiales.

Por lo tanto, varios países latinoamericanos centraron sus baterías contra los subsidios, y especialmente contra la Unión Europea. Muchos lo han hecho desde el llamado Grupo de Cairns, que incluye a 18 países (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Paraguay y Uruguay, junto a naciones de África y Asia, y países de altos ingresos como Australia, Nueva Zelanda y Canadá). Sin duda el principal animador del grupo es Australia, y varias de sus posturas reciben apoyo de otros países, incluso con apoyos explícitos de Estados Unidos.

Cairns: entre la liberalización y el DDT

Los miembros del Grupo de Cairns prepararon sus posiciones sobre el comercio internacional en una reunión realizada en Punta del Este, Uruguay, en setiembre de 2001). La declaración oficial demandó la eliminación de los subsidios a las exportaciones y otros proteccionismos como una condición para apoyar una ronda en la OMC. La demanda tuvo el respaldo personal del encargado de comercio exterior y la secretaria de agricultura, de Estados Unidos.

Además, en Punta del Este tuvo lugar un foro paralelo de los llamados "líderes agrícolas", que representaban a empresas y productores rurales de los países miembros. Como era esperable, allí se criticaron ácidamente los subsidios. Pero sorpresivamente, muchos de los oradores de países como Australia, dedicaron largas presentaciones para denunciar la "amenaza" ambiental al libre comercio.

Algunos panelistas llegaron a posiciones extremas. Por ejemplo, J. Morris, del conservador Institute of Economic Affairs de Gran Bretaña, criticó los acuerdos internacionales ambientales, como el reciente tratado que prohíbe los contaminantes orgánicos persistentes (POPs), debido a que impediría usar el DDT en los cultivos, y alertó sobre los peligros del "principio precautorio". Alan Oxley, de International Trade Strategias (Australia), agregó que el Protocolo de Cartagena, que fue aprobado en el marco de la Convención sobre Diversidad Biológica, es "veneno puro" para el comercio. Morris sostuvo que el uso de ese principio podría hacer caer el uso de agroquímicos, de donde las empresas de ese sector ganarían menos dinero. Por otra parte, Oxley alertó a la audiencia que la incorporación de aspectos ambientales en la agenda de la OMC haría que los países desarrollados impusieran sus estándares ambientales a los países en vías de desarrollados, minando sus ventajas comparativas.

Todas estas son posturas extremas, pero ejemplifican una visión que se está difundiendo en América Latina. Pero además es tradicional, concibiendo que las ventajas comerciales son sólo económicas y que, por lo tanto, la invocación de condiciones laborales o ambientales implica aceptar otros factores, que socavan aquellas "verdaderas" ventajas. Pero en realidad, los componentes ambientales latinoamericanos son parte de esas ventajas, permitiendo producir alimentos más sanos, y de mejor calidad, con comparativamente menos impactos ambientales. También olvidan que impedir el uso de agroquímicos, como el DDT, tiene por finalidad proteger la salud de las personas y la calidad ambiental. Sin embargo, tanto las medidas ambientales como los subsidios, se pusieron en una misma bolsa, y con ella se viajó a Qatar.

La reunión de la OMC en Doha

En la Conferencia Ministerial de la OMC en Doha (Qatar) los temas agropecuarios generaron ásperas discusiones. A pesar de ello, al finalizar el encuentro todos declaraban una victoria: tanto los miembros del Grupo de Cairns como la Unión Europea celebraron lo que calificaban como un éxito. En América Latina los ministros declaraban que se iniciaba el derrumbe de los subsidios europeos, mientras que el comisario europeo aseguraba la protección de sus agricultores.

Las semanas que han pasado permiten un análisis más detallado. La resolución ministerial sobre agricultura no permite ser optimistas. Allí se sostiene que los países se comprometen a negociaciones que apuntan a "mejoras sustanciales del acceso a los mercados; reducciones de todas las formas de subvenciones a la exportación, con miras a su remoción progresiva; y reducciones sustanciales de la ayuda interna causante de distorsión del comercio". Es evidente que no se lograron acuerdos sustanciales ni concretos; no se dice que se anularán los criticados subsidios en un determinado plazo, ni siquiera se establece qué proporción alcanzarán esas reducciones. Peor aún: el acuerdo en realidad apunta a negociar las modalidades con las cuales se llevarán a cabo esas reducciones; o sea que es una negociación sobre cómo se negociará en el futuro. Y para que no quede ninguna duda que se dan por ciertas unas metas o plazos, la Unión Europea logró que se incluyera una frase -"sin prejuzgar el resultado de las negociaciones"-, donde deja todo el acuerdo dentro de enormes signos de interrogación. Se podría argumentar que la sola aceptación del propósito de negociar los subsidios agrícolas ha sido una gran victoria frente a la Unión Europea, pero los plazos involucrados y la vaguedad del acuerdo no permite ningún optimismo. Los delegados oficiales de la Unión Europea no se han cansado de repetir que la protección de sus agricultores está asegurada.

En este terreno también hay implicaciones negativas para América Latina, ya que no sólo se seguirá chocando con el proteccionismo europeo, sino que Estados Unidos apela a ese justificativo para mantener sus propios subsidios. Recordemos que Washington justifica su proteccionismo para no perder competitividad frente a los europeos (por supuesto nada dice sobre las presiones internas de sus farmers y empresas). Asimismo, el panorama que emerge para las negociaciones del Mercosur con la Unión Europea es también negativo, ya que Bruselas podrá mantener su conservadora agenda agrícola.

Buena parte de estos debates a su vez están relacionados con las restricciones ambientales, las que también se discutieron en Doha. Los resultados tampoco son alentadores: las futuras negociaciones serán coordinadas por Chile, uno de los países que más se resiste a incorporar medidas ambientales, dando prioridad a sus exportaciones de recursos naturales, más allá de los costos ambientales que ocasionan. Se tomaron varias resoluciones, tales como analizar las relaciones entre las normas de la OMC y los aspectos comerciales en los convenios ambientales, los procedimientos para intercambiar información entre los comités de la OMC con las secretarías de esos tratados internacionales, y el temario que deberá abordar el Comité de Comercio y Medio Ambiente de la OMC.

Buena parte de estas tareas ya estaban en marcha en la OMC, así que no constituyen verdaderos progresos. Pero para no dejar lugar a dudas, se aclara una vez más que no se "prejuzga" el resultado de las negociaciones. Además, sostiene que cualquier acuerdo deberá ser compatible con el actual sistema multilateral de comercio, sin "aumentar" ni "disminuir" los derechos y obligaciones de los países. En palabras más simples: se pueden analizar todas las articulaciones ambiente-comercio que se quieran, pero no será posible modificar las reglas de comercio. Por lo tanto, bajo estas circunstancias, toda vez que exista un conflicto entre las regulaciones de la OMC con las de un tratado ambiental, se podrá invocar que prevalecen las razones comerciales.

Desde una perspectiva latinoamericana, el balance de la reunión de Doha es negativo. No se lograron avances sustanciales en agricultura, no se ha abordado adecuadamente la temática ambiental, ni intentado separar medidas de protección legítimas de otras que encubren fines comerciales, y se permitió el ingreso de otros temas (como medidas de competitividad e inversiones) a la agenda de la OMC. Sigue avanzando una perspectiva economicista, y liberalizadora, por sobre metas sociales y ambientales, y que excluye la posibilidad de construir políticas nacionales agropecuarias.

Los repetidos anuncios de que se exigiría liberalizar el comercio agrícola hasta las últimas consecuencias, no se llevaron a la práctica, y los delegados apenas obtuvieron en los hechos una extensión de la eterna negociación. Una negociación que se da en una organización que está cuestionada también por su falta de democracia y equidad.

Para hacer todo más complejo, los términos del debate apuntan en el mismo sentido que los borradores disponibles en el ALCA. En este caso la posición de Estados Unidos es particularmente compleja, ya que ataca los subsidios europeos, y a veces respalda a varios latinoamericanos en ese sentido, pero a la vez mantiene sus propias protecciones internas. En enero de 2002 se acaban de dar a conocer todos los subsidios otorgados por Washington a sus granjeros, que entre 1996 y 2000 superaron los 71.529 millones de dólares, y de manera muy inequitativa (favoreciendo claramente a las grandes empresas agroindustriales, donde el 10 por ciento de las granjas más grandes se llevaron más del 60 por ciento de la asistencia). Para hacer todo más complicado, las más recientes resoluciones del congreso apuntan a otorgar un permiso de negociación comercial a George W. Bush a costa de una larguísima lista de restricciones, entre ellas el mantenimiento de protecciones a los agricultores. Si esto se concreta no habrá ningún avance sustancial ni en la OMC ni en el ALCA.

Clarificando la discusión

Este breve panorama muestra la compleja discusión a la que se enfrenta América Latina, tanto sus gobiernos como sus organizaciones ciudadanas. Para avanzar hacia soluciones sustantivas, y no quedar perdidos en el laberinto, parece necesario clarificar algunos puntos.

Comencemos por preguntarnos: ¿es incorrecto proteger a los agricultores? ¿Es censurable atacar aquellas medidas que permiten a la gente vivir en el campo y tener desde allí acceso a una vida decente? Pocas personas cuestionarían ese objetivo, y de hecho muchas organizaciones latinoamericanas lo reclaman. Pero también hay que preguntarse: ¿es correcto distorsionar un requisito de protección ambiental para que impida cualquier importación?, ¿es aceptable vender en los mercados internacionales a precios de regalo, sin mirar las consecuencias en otros países? Nuevamente pocas personas defenderían este tipo de manejos. Son justamente este tipo de preguntas las que deben plantearse, paso a paso, frente a cada uno de los problemas del comercio internacional agropecuario.

Bajo algunas circunstancias los subsidios poseen elementos positivos, como asistir a campesinos enfrentando desastres naturales o promover una reconversión ecológica. Otro tanto sucede con las regulaciones ambientales, que pueden fortalecer, por ejemplo, la producción agroecológica. Muchas veces se critica este tipo de análisis, denunciando que las posturas de las organizaciones campesinas o ambientalistas son la causa de todos los males o representan los intereses europeos, y que amenazan distorsionar las posibilidades exportadoras latinoamericanas. Es una simplificación extrema. Tan extrema como decir que toda medida de liberalización va contra los intereses sociales o ambientales. Justamente las posiciones rígidas y el diálogo de sordos amenaza con profundizar la telaraña que envuelve esta temática.

Nadie puede negar que la mayor parte de los subsidios a las exportaciones, cuotas y buena parte de los subsidios y ayuda interna dedicados a la agricultura por los países desarrollados inciden negativamente en las posibilidades de desarrollo de América Latina. También es cierto que muchos de esos subsidios y apoyos hacen que sean viables prácticas agropecuarias de alto impacto ambiental, afectando negativamente la eficiencia del sistema global de producción de alimentos (en sus planos económico, social y ambiental). Este tipo de subsidios son llamados perversos, y sus intervenciones deben ser eliminadas, sea en los países desarrollados como en América Latina (donde todavía hay algunos, como la reciente medida del gobierno colombiano de eliminación de impuestos para promover la producción de agroquímicos). Como contracara, los subsidios legítimos apuntan a metas ambientales y sociales.

También es cierto que se usan regulaciones ambientales de manera injustificada, para trabar el comercio. Pero una mala aplicación no puede ser usada para concluir que un concepto está errado. Las regulaciones ambientales tienen sentido si aseguran la conservación ambiental y la protección de la salud; usualmente tienen ventajas económicas asociadas porque reducen los costos externos que se socializan (por ejemplo, la contaminación que deben sufrir los vecinos de una fábrica). En general, los gobiernos latinoamericanos critican cualquier regulación ambiental, un hecho en parte comprensible por los abusos de varios países ricos.

Pero con eso pierden la oportunidad de aprovechar las ventajas que tienen de lograr alimentos de mejor calidad y más sanos, y con relativos menores impactos ambientales. Por ejemplo, hay zonas en América Latina con ventajas para criar ganado pastando a cielo abierto en praderas subtropicales, cultivos de frutas o café a la sombra en ambientes tropicales, bajo condiciones agroecológicas. Por lo tanto, si disponemos de esas ventajas, ¿por qué no usarlas en el comercio internacional? En la medida que se establezcan estándares ambientales claros y consistentes podríamos efectivamente capitalizarlas. De lo contrario nuestras verdaderas ventajas no podrán expresarse y deberemos seguir compitiendo con sistemas altamente contaminantes y ambientalmente insostenibles.

En estos casos, una y otra vez la referencia para las respuestas adecuadas se encuentran en las metas referidas a la calidad de vida de las personas y la calidad ambiental. Por lo tanto, pueden defenderse aquellos subsidios que permitan sacar a los campesinos de la pobreza o proteger nuestro ambiente; pero deben ser atacadas las medidas que invocan esas medidas pero no son efectivas en lograrlas, y en realidad responden a intereses económicos. Por eso, posiblemente el camino que debemos transitar pasa por algún lugar en que la comunidad internacional entienda que los subsidios agrícolas indiscriminados deben ser eliminados, acordando normas y regulaciones transparentes que permitan proteger en forma responsable a las personas y su ambiente, sin necesidad de reivindicar el DDT.

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E. Gudynas y G. Evia son investigadores en el Centro Latino Americano de Ecología Social (claes@adinet.com.uy).




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